sábado, 23 de mayo de 2009

El buen periodismo de Kapuscinski

Dice el escritor y político de arte, John Berger, casi al final de Los cínicos no sirven para este oficio, que Ryszard Kapuscinski era uno de los hombres que mejor conocía el mundo que habitaba. Y tiene razón: después de 20 años como corresponsal en el extranjero, Kapuscinski se convirtió en un magnífico escrutador de la realidad. Esto se debe principalmente a su mimetismo, al uso que hacia de su anonimato para perpetrar en las zonas más recónditas del país sobre el que quería escribir. En Los cínicos no sirven para este oficio, una transcripción de dos encuentros y una entrevista, el reportero polaco muestra con sencillez y humildad su manera de entender y hacer el periodismo, el buen periodismo.

Quien crea que en este libro, de lectura obligatória en buena parte de las Facultades de Comunicación del mundo, encontrará un manual más con las reglas básicas del periodismo, está muy equivocado. Kapuscinski, además de hablar de los criterios que ha aplicado a lo largo de su carrera profesional, invita a quien lo quiera escuchar a una profunda reflexión sobre la ética y la humanidad en el oficio de periodista, y sobre la realidad social de la época. Esto ya lo avisa el título de la obra (Los cínicos no sirven para este oficio), que recoge la interesante relación que establece Kapuscinski entre el periodismo y la psicología. Un buen periodista, afirma taxativo el reportero polaco, tiene que ser buena persona, debe de tener empatia, para comprender ése sobre el que escribe, hasta el punto de compartir sus problemas. No hay duda, entonces, de que Kapuscinski fue un muy buen periodista.

Con un lenguaje sencillo y del todo digerible para el lector, con paradojas, anécdotas e imágenes, Kapuscinski, relata, reflexiona, pero también denuncia. Se queja de la negativa trayectoria histórica de la información, cada vez más separada de la cultura y ligada al dinero. Lo hace sin caer en el catastrofismo y de una manera no gratuita, con palabras llenas de la sabiduría que sólo otorga la experiencia, y en coherencia con su manera de concebir la labor del periodista. Una labor para el bien común, con voluntad de ayudar a cambiar el mundo, a mejorarlo, y que podemos observar en anteriores escritos suyos como El emperador, La guerra del fútbol, Ébano, o el Sha, memorables obras de historia contemporánea, a caballo entre el reportaje periodístico y la gran literatura.

En el encuentro de John Berger y Kapuscinski, al final del libro, el primero dice que la mejor manera de escribir un relato es escuchar. Siguiendo la misma estructura, me atrevo a decir, sin miedo a equivocarme, que la mejor manera de iniciarse en el camino hacia el buen periodismo es escuchar al maestro Kapuscinski a través de la lectura de Los cínicos no sirven para este oficio.

La última frontera


Mientras algunos lloran por haber perdido un teléfono móvil de 200 euros, otros lloran por que se han quedado sin un brazo. Mientras algunos gastan litros y litros de agua para disfrutar de una relajante bañera, otros se deshidratan. Mientras algunos rechazan la verdura de mamá, otros no tiene nada con que contentar al estomago. Mientras unos se empeñan en tener el coche más caro de todo el vecindario, otros luchan por sobrevivir.

Es en esta lucha por la vida, que muchos senegaleses, cameruneses, nigerianos… (y nótese que hablo en masculino) recorren miles de kilómetros a pie desde sus casas para saltar, con la ayuda de unas escaleras artesanales, una valla: la de Melilla. Las escaleras son el visado para llegar a España, la valla, la última frontera. Con este nombre, precisamente, “La última frontera”, se titula un reportaje que muestra la violencia y la sangre fria de los guardias civiles españoles que custodian la valla y la angustia y la esperanza de los que cruzan: “prefiero morir, antes que ver a mi familia así”, “yo creo que alguna vez en España hablaran de mi, del cantante”.

¿Realmente podemos poner fronteras a las desigualdades? ¿No es hipócrita que en el mundo global en el que vivimos, las mercancías puedan pasar de un lado a otro sin problemas, y las personas no?

Espectadores pasivos, culpables activos

Abrimos el diario cualquier día y ahí, en primera plana, aparece un titular que habla de un mujer asesinada por su marido y que hace que se nos encoja el corazón. Pasamos la página. La cara de desesperación de un niño acosado por sus compañeros de clase, y la noticia de cómo unos chavales, en la lucha contra el aburrimiento, embroncan a mendijos nos vuelven a dejar del revés. Pero cerramos el diario, y ¿qué ocurre? En casa, oímos golpes, llantos, gritos, pensamos "otra vez los vecinos", y otra vez hacemos caso a aquello de "en los asuntos de los demás, no te metas", que "la curiosidad mató al gato". En el trabajo, vemos como compañeros nuestros practican el llamado "mobbing", y nos callamos, no vaya a ser que nos tachen de chivatos. En la calle, vemos como unos muchachos insultan a un dipsómano desvalido, giramos la cabeza y, si podemos, nos vamos, que no queremos problemas.
¡Cuánta hipocresía! ¿Por qué no ser "curiosos", "chivatos" y "tener problemas"? Sencillamente, preferimos ser espectadores pasivos frente a la violencia, aún siendo culpables activos de lo que recoje la prensa.

TV a la basura


Pocos son los que aún dudan que la televisión haya sustituido la realidad, creando otra nueva en la que se trivializa todo lo negativo. Los mensajes que transmiten programas como El diario, Gran Hermano, Mujeres y hombres y viceversa, no son sólo frívolos e intrascendentes, sino que crean estilos de vida, concepciones del mundo, paradigmas sociales y gustos estéticos. No nos debe de extrañar, por tanto, que la falta de respeto, el insulto, la humillación, el dinero fácil, la falta de escrúpulos, la mentira, etc., se erijan como los (contra)valores en los que se sustenta nuestra sociedad. Que la cultura del esfuerzo, el sacrificio, el respeto, la constancia, la educación y la verdad se conviertan en paradigmas de una forma de vivir y de pensar realmente inútil y obsoleta.

Estamos frente a la "dictadura" de la basura en la televisión. Una televisión cuyo objetivo ya no es informar, sino atraer a la máxima audiencia posible. Una televisión que nos está ensuciando. A los hipócritas que dicen ver La 2 y los documentales de National Geographic, también.

Esforzarme...¿pa' qué?

Entre el pasar de todo de ahora y la letra, con sangre entra de antaño hay un punto intermedio: el justo esfuerzo. Parece claro que nuestra sociedad no vive del aire, ni del maná y que “teóricamente”, el que no trabaja no come. Sin embargo, estamos hartos de ver programas en los que hay quien se empacha y no ha dado en su vida palo al agua, anuncios que lanzan mensajes del tipo “aprenda ingles en cuatro días y sin esfuerzo”, y padres que hablan de sus hijos estudiantes (que no estudiosos) como “pobrecitos”. Así, inmersos en el materialismo y la mediocridad cultural, estamos perdiendo la capacidad de soñar en horizontes que merezcan la pena, y acostumbrados a que nos lo den todo masticado, hasta cortar la carne nos “da palo”. Nuestra sociedad sigue la ley del mínimo esfuerzo (conseguir mas, haciendo menos). Y lo peor es que desconoce que lo que ahora cree que se ahorra, lo tendrá que hacer en un futuro para sacarse las castañas del fuego. Bueno, para algunos siempre estará ahí la mamá para plancharle la ropa, hacerle la tortilla de patatas, y pagarle la diversión de los fines de semana... Porque, sí, todo en la vida tiene que ser diversión.

El ritual del silencio

- ¡Tú no aprendes! ¡Te lo dije! (en un tono de voz elevado)
- Nene, por favor… (Al borde del llanto)
- ¿Por favor qué? Eh?! ¡Inútil! ¡Eres una inútil! Estoy de ti hasta los cojones…¡joder! (da un puñetazo a la puerta, a escasos centímetros de la cara de la mujer)

No, no es un guión de una película de Hitchcock. Tampoco un fragmento de una novela de Agatha Christie. Terrorífico, si, y verídico. Ocurrió hace un par de semanas en un vagón de la línea azul del metro de Barcelona. Siguiendo la lógica de un sábado tarde, había mucha gente. Algunos miraban la escena descaradamente. Otros, más discretos, lo hacíamos de reojo o a través de los cristales. No faltaba tampoco los que, sumergidos en la lectura de su libro, no levantaban la vista, o los que disimulaban contándose las pecas de las manos o haciendo un exhaustivo estudio de los distintos tipos de calzado. Sin olvidar aquellos que bajaban del vagón para meterse en otro. En lo que todos coincidimos fue en seguir aquella frase que tantas veces de pequeños nos han repetido: en boca cerrada, no entran moscas. De este modo, lo único que se oía eran carraspeos, gente sonándose o tosiendo y expresiones como “madre mía” o “qué fuerte”. Es el ritual del silencio, del ver, oír y callar. Porque “aún saldremos escaldados”, porque “no es nuestro problema”, porque “es su vida”. Su vida o, tal vez, su muerte. Así, pasivos, íbamos bajando del vagón, y a los cinco minutos ¿quién se acordaba de lo sucedido? Luego, al escuchar en los informativos una nueva muerte por violencia de género, a lo mejor nos acordaremos e intentaremos no mirar mucho, no sea que conozcamos a la victima, no sea que podamos tener remordimientos. Y es que quien calla, otorga, y quien otorga, es cómplice de la violencia. Ya lo dijo Ghandi, "la mas atroz de las cosas malas es el silencio de la gente buena”.

Muchacha en la ventana


"Apoyada en el marco de la ventana, me paso las horas, los días, los años frente al mar, escuchando una falsa brisa, observando el imaginario vuelo de los pájaros por el cielo gris de Cadaqués. No sé cuanto tiempo llevo así, de pie, con el mismo vestido blanco y azul, y la misma postura que de tan quieta se hace inquietante. No se ni siquiera de dónde vengo ni quién soy. Muchas veces, oigo voces que dicen: es Ana María, la hermana de Dalí. ¿Dalí? ¿Quién es Dalí? ¿Quién es toda esta gente que habla de mí? Como si tuviera los ojos y la nariz puestos en la nuca, puedo notar sus dedos índice señalándome, puedo oler sus perfumes y, hasta puedo sentir sus penetrantes miradas atravesándome la espalda. Pero no, no los puedo ver. Sólo soy una muchacha apoyada en la ventana".